Había una vez un pequeño conquistador. Su planeta estaba cubierto de oro, sus habitantes eran de plata fina, los pequeños estaban hechos de cobre macizo y al crecer, las manchitas en su cuerpo les soltaban una capa de plata muy gris, hasta que con el tiempo a la intemperie, está se volvía muy plateada y blancuzca. Pero el pequeño conquistador había nacido deforme, él nació siendo de plata fina y a él de las manchitas le salía cobre negruzco. Mientras más pasaba a la intemperie, más negro se volvía su cuerpo de cobre, hasta quedar hecho de un cobre prieto, su cubierta despertaba a sus alrededores toda clase de reproches y negaciones. Tan pronto la gente notó cómo en su piel se producían los cambios, pensaron que era una enfermedad contagiosa; guardaban metros de distancia y él apenas podía hablarles a gritos. Se sometió a los más rigurosos tratamientos de metales que podían haber en su planeta: primero lo echaron a un río cubierto de grises y blancos, pero al primer contacto de su piel con el río este se volvió negro y jamás fue gris ni blanco de nuevo. Le encerraron en un cuarto hecho de plata, donde todo estaba hecho de plata y de la más fina. La ropa, el escusado, la comida, los libros, todo estaba hecho de plata. Pero apenas estuvo un par de meses, todo se había llenado de cobre negro, adherido sin poder despegarse de la plata. Fue condenado entonces al exilio, donde tuvo cientos de horas que dedicar a sus pensamientos. Nunca encontró porque había nacido distinto, pero encontró la única forma de solucionarlo: para que no fuera más distinto, todos debían ser iguales a él, de esa forma, nadie podría sentir asco o temor de tener una piel de cobre, negruzca e irreparable. Así empezó su lucha, se presentó en cada campaña política ofreciendo su propuesta, dando a conocer sus más brillantes ideas; de momento fue ignorado, los habitantes parecían muy agusto con su piel de plata fina, sin embargo, tan pronto empezaron a entender que ser de cobre los hacía diferentes a los demás, empezaron a seguirlo y a escucharlo. Fue ahí cuando todos querían ser distintos, para ser notados entre los demás habitantes y darse a conocer como un producto extraño, y tal vez por ello, mejor que el resto. En la empresa del pequeño conquistador ya había más de cientos de habitantes dispuestos a cambiar su piel. Él, poniendo sus manos en sus frentes y besando sus labios metálicos, contagiaba así de su defecto genético a los habitantes. Durante un mes se dedicó a tocar frentes y besar labios, hasta convertir a toda la población en habitantes de pieles hechas de cobre negruzco, todos eran felices, todos se sentían únicos y por demás auténticos aquel recuerdo de estar hechos de plata fina les producía nauseas. Cuando un habitante nacía, sus padres le ponían las manos en la frente y le besaban los labios tan pronto este veía la luz, así su piel jamás chorreaba plata al crecer, sino que salía de ella un negro cobre.
Tanto tiempo dedicándose a crear un mundo donde todos fueran como él, le habían producido cambios. El haber estado en contacto con la plata fina en tantas ocasiones, le había hecho la piel más gris y blanca. De sus poros el metal se escurría como plata, y en un par de meses más, esta ya era una plata bien formada, era plata fina. El mundo era feliz ahora, pero él seguía siendo completamente distinto, porque ya no estaba hecho más de cobre negro, sino de la plata fina. Los habitantes le temieron una vez más, no reconocían quién era, lucía tan distinto y anormal, era un esperpento. Fue exiliado otra vez, y en sus pensamientos trataba de saber en qué había fallado. Su error fue querer convertir al mundo en lo que él era, cuando sin importar cuantas veces se engañará, él iba a seguir siendo lo que el era: alguien distinto.
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