Uy y pregúntenme cuando yo escribía; escribía puras cosas
bonitas. Trataba de emparentar las reflexiones con la vida práctica, teniendo
sobre todo cuidado en aquello que no suele decirse abiertamente. Pero ahora
¡Que va! Ese montón de letras se acabaron cuando descubrí un placer violento
que alteraba cualquier orden de mi mente, pues, basta el más imperceptible
llamado de los sentidos para que de un golpe se escarche la piel y las axilas
se remojen con sudor, la sangre se te sube a la cabeza y gimoteas con el
presentimiento de haber tenido un
orgasmo súbito “Creo que me he mojado, tan pronto comenzaba a disfrutarlo”.
Y hoy me considero, abiertamente y sin vergüenza, un
enfermo, en el vocabulario de los modernos claro. Porque a gran detalle, antes
de que la psiquiatría se atreviera a condenar a los locos como enfermos, y a
los normales como sanos, yo sería visto como un mismísimo noble, a pesar de lo
vivo de mis pasiones.
Crecí sintiéndome solo, a pesar de estar en gran medida
acompañado. Yo perdí el interés por las personas y el mundo tan pronto descubrí
que existían libros. No podía entender a mis compañeros de clase, sus conductas
siempre me resultaron inmaduras y sinsentido. Desde que tengo memoria me sentí
angustiado frente a todo el contacto social, pero aún más del sexual. Mi primer
beso, recuerdo, fue con una bella joven de cabellos dorados, de piel suave y
blanquizca como copos de nieve. Su nombre era Wendy. De pechos pequeños y de
culo (este nombre es para mí el más hermoso de los nombres del sexo) redondito.
Tenía cerca de catorce años cuando esto pasó. Era una tarde poco soleada, yo
salí como de costumbre al parque a leer un poco, leía a mi autor favorito,
Wilde.
Leía sin preocupación, a pesar del ruido insoportable de
las crías, malditas madres irresponsables. Wendy sin hacer ruido alguno se paró
justo enfrente de mí: “Deja de leer cerebrito”, me dijo. Yo tímido no pude
esbozar ninguna respuesta, comencé a sentirme mareado con apenas unos segundos
de su amenazante postura. “Apuesto a que nunca has hablado con una
chica”-“Apuesto a que sí”, le respondí casi sin aliento.
El calor envolvía mi esqueleto entero. Wendy se sentó a
un lado mío y me abrazó de repente, se instaló con sus brazos entre mi cuello,
y sin mayor reparo no hice absolutamente nada más que permanecer en silencio.
De inmediato, en mis pantalones se distendía la marca perfecta de un miembro
pasivo, yo temblaba y en mí se fijaba su vista de ella indecorosa. Inmóvil, me
quedé inmóvil, pero en mi cuerpo se resolvían toda clase de vigorosas sensaciones
que no podía explicarme. Cerré mi libro y me acosté en la reposadera, sin que
ella se moviese y vi por primera vez como por descuido, su carne “rosa y roja”.
Su sostén era de un avivado tono de rojos, su piel lucía cálida como un baño de
tina caliente. “¿Te vas a quedar viéndome los senos?, -dijo Wendy-tienes que
besarme primero si quieres hacerme sentir bien”. Me levanté de repente, agitado y confundido,
regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme pensando en lo sucedido,
imaginando a Wendy pidiéndome el beso, los senos con ese largo sostén
descubierto. Al día siguiente por la mañana, visité el parque con la ansiosa
inquietud de verla. Estaba ella esperándome en la banca que ocupaba siempre. Y
al verme, ella comenzó a refrescar sus labios con la punta de su lengua.
Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún
no había podido verle el culo. Tenía la impresión de que si me acercaba lo
suficiente, podría ver un nuevo sostén colorido para mi gusto imaginativo. Sabía
que si le liberaba de esa prisión agazapada en su pecho, vería la quietud de
una espalda lisa al desnudo, vería el inicio de lo que conduciría a una parte
impúdica custodiada bajo sus pantalones.
Me senté a un lado de ella y abrí mi libro de Wilde, disimulando.
No quería leer ¡Al carajo leer! En ese momento mi circulación no me permitía
concentración mínima. Ella traía además una botella de leche. “¿Apostamos a que
me vierto la leche encima?”, dijo Wendy. “¿Lo harías aquí y ahora mismo? Hay
muchos niños.” Le respondí sediento.
Wendy destapó la botella y comenzó a beberla despacio, y
como fingiendo equivocarse, dejó que se chorreará lentamente por su cuello
hasta llegar a sus pechos sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus senos
ardientes en la leche fresca, apretando en mi cerebro la imagen de su sostén
humedecido y mientras ella fijaba la vista en mi pene, este se inundaba de una
corriente sanguínea inevitable.
Me recargué en su hombro, la leche fría le seguía
escurriendo por ese bendito cuello. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan
conmovidos el uno como el otro. Ella instantáneamente se puso de pie y vi
escurrir la leche a lo largo de su pecho y de su estomago, llegando hasta las
medias. Se secó con un pañuelo, pausadamente, quejándose como vacilando “¡Pero
que torpe soy, me he embarrado de leche fresca!” Yo me froté sin pena y poder
controlarme la verga por encima de la ropa, quebrantándome amorosamente por la
banca del parque. El orgasmo, quiero imaginar, nos llegó a ambos casi en el
mismo segundo, sin habernos si quiera tocado. Su madre parecía gritarle y ella
se echó a mis brazos en la banca: “¡Ven ma! Conoce a mi novio.” Le gritó Wendy.
Su madre se acercó y yo absorbido por la timidez que me había caracterizado
hasta ahora, no pude decir nada. La señora parecía molesta, su impresión era
negativa y Wendy tuvo que irse, aunque deseaba con cada parte de mí ser que se
quedará. No abrí el libro entero de Wilde en todo el día, estuve en mi cama
recostado acariciándome y pensando en Wendy, sin embargo, presentía el inicio
de un cruel despertar de mis sentidos, desde lo alto de la sensatez podía ver
mi cuerpo desfallecido en la cama, excitado de sobre manera e invadido por
preguntas que prefería no pensar.
Así empezaron entre la jovencita y yo relaciones tan
cercanas y tan obligadas que nos era casi imposible pasar una semana sin
vernos. Y sin embargo, apenas si hablamos de ello. Yo tenía miedo a decirle lo
que sucedía conmigo, presumía que de hacérselo saber ella me dejaría y yo
moriría del aburrimiento, volvería a mis libros, a mi soledad. Comprendo que
ella experimentaba los mismos sentimientos que yo cuando nos veíamos, pero me
fue difícil describirlos.
No se me olvida una ocasión en la que quisimos ir a otra
parte que no fuera el parque y
terminamos recorriendo las calles más pobres de la ciudad. Pudimos observar a
una anciana indefensa que pedía unos céntimos. Wendy la atropelló apropósito
con la bicicleta a toda velocidad. La vieja ni si quiera gritó, así que Wendy
probó a embestirla de nuevo. Para cuando ella se detuvo, su cuello había
quedado casi decapitado entre las ruedas. Nos detuvimos mucho tiempo, algunos
metros más adelante para contemplar en silencio a la muerta. La impresión de
horror y de desesperación que nos provocaba ese montón de carne vieja
ensangrentada, alternativamente bella o nauseabunda, casi el equivalente a un
arte fantasioso al estilo de Gustave Doré. Nos miramos y con una sonrisa
estúpida de culpa compartida nos besamos bruscamente. Wendy cada día se
arreglaba más a mi gusto, como si hubiera aprendido a detectar mis ganas de
penetrarla en la ropa que desvestía con premura. Sus medías de nilón, tan al
ras de sus amplias piernas, su sostén rojizo tan bien ocupado por sus pezones erectos,
y su culo perfecto, estallaron una ola
de caricias sin remordimiento, el cadáver de la vieja estaba justo a un lado,
lo más alegórico es que nos excitaba mirarlo ahí despedazado mientras jugábamos
a sentirnos.
Habitualmente, Wendy terminaba la copula exclamando que
me detuviera, antes de que quedará en riesgo de ser embarazada, pero esta vez
ni si quiera dijo algo, me permitió llegar al final sin mayor reclamo. El ahogo
de nuestras almas, todo lo que destruye indefinidamente la beatitud y la honestidad
humana, importaba poco, pues desde aquel día en que ella se sentó a mi lado en
el parque, sentía que nada valía la pena que no fuera estar cerca de Wendy.
Deseché mis libros, mis padres se opusieron a que los
tirara a la basura y propusieron en su lugar que los regalará, pero eran míos y
la decisión era mía. Tiré todos los libros que tenía, eran alrededor de 90
ejemplares en perfecto estado. Me advertí a mí mismo, que no volvería a las
páginas, que ahora tenía la masturbación y bueno, a Wendy.
Debo advertir al lector que al inicio fue difícil. Con
Wendy las cosas cada encuentro eran mejores, pero con mis libros había una
separación cada vez peor, resultando en algo irreconciliable. Con Wendy
aprovechaba todas las circunstancias para librar actos poco comunes. No sólo
carecíamos totalmente de pudor, sino que por el contrario algo impreciso nos
obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente cómo nos era posible. Éramos
como un par de demonios promiscuamente pecadores, entronizando la conducción de
nuestros cuerpos hacia los aperitivos del instinto, dando pábulo a nuestros más
negros placeres, todo sucedía tan de prisa…
La última vez que vi a Wendy, ella me dijo que iba a mudarse. No sabía cómo interpretar
las palabras que dieron corte a su despedida, pero el único sentido de habernos
reunido no era decirnos un adiós, sino pasarla bien juntos. Salimos a un hotel
y rentamos un cuarto, pero ni si quiera lo usamos. ¿A caso imagina mi lector lo
que sucedió? Tocamos de puerta en puerta, nos encontramos con toda clase de
fornicadores, desde los novios cuasi novatos, hasta los profesionales del sexo
vertiginoso y les invitamos a realizar una orgía masiva en la sala de espera
del hotel. Wendy había tenido la brillante idea de usar máscaras como elemento
extra. Pasamos una noche entera
preparando las máscaras para nuestra travesía tiempo atrás, y al ser una
ocasión especial debido a que iba a mudarse, decidimos entonces usarlas. Fue un
voluptuoso escenario que nunca antes imagine. Tantos culos sueltos al aire, con
suaves coños dispuestos a ser atendidos por mi impaciente pene. Nunca había
estado con nadie más que fuera Wendy, sentía nervios desde la punta de mis pies
hasta los pelos de la cabeza. Wendy me motivó a no tener miedo y obligó a una
desconocida a orinarse delante de mí mientras erizaba sus pezones con su
lengua: “¿No puedes hacer pipí al aire para que se humedezca tu coño cabrona?”,
le insistía en el oído Wendy a la muchacha. Logró apenas volcar sobre sus
piernas unas cuantas gotas, para ese entonces yo ya estaba cogiéndome a Wendy
por el culo.
No me cansé sino hasta después de tres horas de fornicar
y acariciar cuerpos. Todos quedaron estremecidos por el suceso y deseaban
repetirlo; de sus bocas solo salían blasfemias, tantas profanaciones, las
suficientes tal vez para hacer que el mismo Diablo en el infierno se viera como
un pobre estúpido. Un negro perdió su gigante miembro que parecía tronco de
árbol, dos jovencitas se lo masticaron a pesar de que estaba totalmente erecto.
A un esbelto muchacho, quizá de dieciocho años, le destrozaron el orificio del
culo, fue penetrado por el negro al que le devoraron el pedazo. A dos pequeñas
musas de cabellos rojizos, les mallugaron los bustos después de sujetarlos
durante tanto tiempo. A mí me quedo el cuerpo echo una piltrafa, estaba
vulgarmente destripado en la bellísima alfombra blanca que nos tapa del suelo.
Terminó el suelo emparentado con los colores del semen, de la sangre, el sudor
y la saliva. La recepcionista y las trabajadoras, se nos unieron a pesar de
haberse resistido, esas largas faldas negras a las que renunciaron, fueron
sustituidas precozmente por pares de piernas carnosas y relucientes. El hotel
quedó cerrado cuatro horas para nuestros infinitos encantos, para reavivar los
placeres y desde los más viejos, hasta los más jóvenes, hicimos de ese pedacito
de tierra un paraíso dinámico de sexo y entretenimiento. Nunca voy a olvidarlo.
Esa misma noche, justo después de que me pidió no
contarle a nadie ninguno de nuestros viajes, nos recostamos en el parque sintiéndonos
totalmente libres, listos para dejarnos el uno al otro. Me bajó el pantalón me
hizo extenderme por tierra; luego ella se alzó el vestido, se sentó sobre mi
vientre dándome la espalda y empezó a gemir mientras yo le metía los dedos, mi
espolvoreado semen de horas antes, aún guardaba ese básico olor de un aroma despidiéndose
del cuerpo. A ella no pareció molestarle en absoluto lo desagradable que era.
Luego se acostó, con la cabeza bajo mi pene, entre mis piernas; su culo al aire
hizo que su cuerpo cayera sobre mí; yo levanté la cara para mantenerla a la
altura de su culo: sus rodillas acabaron apoyándose sobre mis hombros-. “Sé que
esto no tiene sentido, pero voy a extrañarte”, me dijo “-Sí, le respondí, te
entiendo. Yo también voy a extrañarte Wendy-“. “¡Qué importa!”, me contestó. “-¿Sabes?
Deberíamos follar una última vez con la luna viéndonos,”, dijo ella reacomodándose
en el pasto. El olor de la tierra se mezclaba entretanto con el del amor, el de
nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Venía la luna a no querer ser
devorada ni privada por el Sol, viéndonos con aguda paciencia. Me encimé en
Wendy y permanecimos en esta posición sin movernos, hasta que escuchamos unos
pasos que rozaban la hierba. “-No te muevas, así quédate”, me pidió Wendy. Los
pasos se cortaron en seco pero nos era imposible ver quién se acercaba.
Nuestras respiraciones se habían vuelto un eco del silencio. Levantado así por
los aires, sentí frío en mi espalda despojada de su ropa, extrañaba sentirme
con ese riesgo de ser sorprendido. Y a pesar de que deseaba follarme a Wendy,
prefería ser sorprendido, con el entusiasmo de recibir un corazón explotado. Después
de unos minutos, ya no se escucharon pasos y al cruzar mi mirada con la de
Wendy, sentí la necesidad de insertar mi miembro en su cueva, primero despacio,
después brutal y sin consentimientos. Durante el acto, vimos aparecer de
repente a una encantadora joven de test morena, se trataba de Marce, la más
pura y conmovedora de nuestras amigas.
Estábamos tan fuertemente arracimados en nuestras
impulsivas posiciones que no pudimos movernos ni si quiera un centímetro y
nuestra desgraciada amiga se desmayó apenas se dio cuenta que estábamos jugando
a sentirnos. Sólo entonces abandonamos nuestra posición aferrada y revisamos si
Marce se encontraba bien. Entreabrió los ojos y casi sollozando nos preguntó
qué hacíamos. Wendy le dijo que estábamos jugando, que podía invitar a su madre
a jugar, pero que ella no podía jugar porque solo los adultos jugaban a “sentirse”.
Marce emocionada, fue de inmediato a su casa y nos trajo a su madre vistiendo
una reducida falda y un encantador velo transparente. Embriagados, dejamos que
la pequeña Marce nos observará, éramos un trío inexplicable. Besé con
exquisitez a la madre de Marce, Wendy me mordía las orejas y los brazos con
rabia al tiempo que me masturbaba: sus piernas se cerraron sobre los riñones de
la extraña madre de Marce que ya no podía disimular las ganas del placer.
“-¡Penétrenme, métanme una rama, lo que sea, de prisa!”
dijo conteniendo la respiración la madre de Marce, levantó su culo, tan bello,
tan duro, extravagantemente amplio. Dos coños impacientes se disputaban el
castigo de mi verga, mis testículos y mi boca. Pero yo no dejé que alguna
descansará, con una extraordinaria violencia de mis movimientos pélvicos,
empujé a ambas hasta la locura de los gritos. Grandes truenos se quebraban en
los cielos, Zeús parecía encabronado y sin remedio y aumentaba cada vez más
nuestra cólera, arrancándonos con gritos de placer y rabia, redoblada cada vez
que el relámpago dejaba ver nuestras partes sexuales. Wendy había caído en un
charco de lodo y se embarraba con furor desmedido, el aguacero sin avisar nos
bañaba al tiempo que nos ensuciábamos como cerdos. La madre de Marce que
abrazaba por detrás a Wendy, introdujo una rama enorme su culo y yo me la tire
castigando su coño, abriendo sus muslos por la fuerza.
No volví a ver a la madre de Marce, ni a Wendy después de
esa lluviosa noche.
Para entonces los problemas que había contraído con mis
padres por mi manía inquebrantable, me habían llevado a su extremo rechazo y
desentendimiento. Ya no había lugar en mí en ese hogar, que alguna vez me
protegió del sexo y del mundo. Me había dado cuenta que ninguna de las cosas
que dan colorido a la existencia, son bien vistas o están del todo entendidas.
Faltaba un amor al amor, a la avaricia,
a la posesión, a la envidia, a los celos, a la crueldad, al masoquismo, a la
muerte, al castigo. Pensaba que el mundo no tenía un único sentido, sino
múltiples; que no había hechos sino sólo interpretaciones y que estas no tenían
límites. Mi interpretación era precisamente esa, el hombre vivía abnegado y
protegido bajo su ardua civilización, en completo descuido de sus hermosos
instintos, olvidado de su naturaleza animalesca y grotesca, placentera y fugaz.
Todos los libros que alguna vez leí, jamás pudieron
traerme una sazón como el que Wendy me traía, la sazón de los perfectos
amantes, a partir de aquello que nunca fuimos: hipócritas con nuestros
sentimientos. No nos escondimos nada, nos lo permitimos todo y sin cambio
fuimos felices, abrazando con pasión esos instintos que nos guiaban a la
búsqueda de un placer inmaculado por el ungimiento de nuestros cuerpos, bebidos
a caricias, agarrones, empujadas, penetraciones, lengüetazos y dedazos.
Quede silenciosamente investido por mi nuevo pensamiento,
a partir de aquí es cuando comenzaba a vivir realmente. Fuera de todo aquello
que me hacía formar parte de la ortodoxia represora. Llegué a formar una ciudad
con el merito de mis obras, una ciudad para aquellos que frecuentan la verdad
en sí mismos y no tienen vergüenza cuando se ven al espejo para simplemente confesarse
así mismos: “Que enfermo me encuentro”…
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